OPINIÓN

La riqueza de tener hijos

Cada vez escucho a más jóvenes que me dicen: “Profesor, no quiero tener hijos”, “Jamás voy a tener hijos”. Generalmente, este tema surge cuando, por alguna circunstancia, hablo de cómo se inyecta el amor por el arte a las nuevas generaciones y les explico los procesos que siguieron mis padres y, en mi caso, mi esposa y yo con mis hijas.

“Oiga, ¿y cuántas hijas tiene?”, “¿Por qué decidió ser papá?”, “¿No es aburrido ser papá, mantener a alguien, cuidarlo y darle cosas?”, entre otras preguntas sobre la paternidad. Les comento que es una de las felicidades más grandes que he tenido y que es mi principal ocupación. Si a la docencia y a mi labor como gestor académico en la universidad donde laboro les pongo mucho empeño, a mi papel como padre voy con todo: es mi pasión.

Nunca les digo que sean papás o mamás, pero sí les hablo de mis emociones vividas en ese rol. Como toda buena historia, empiezo por el inicio: cómo me hice papá, cómo me anunciaron que venían en camino cada una de mis hijas en el vientre de su mamá y la emoción que esto me produjo: una alegría muy grande, el saber que era capaz de generar vida.

La paternidad responsable te obliga a crecer como persona y a replantearte tus valores de vida, que generalmente se orientan hacia lo positivo, hacia aquello que te dará felicidad a largo plazo y no a los placeres efímeros. Le vas dando un claro sentido a tu vida y a la dirección de tus pasos.

Hay momentos que solamente se pueden vivir con los hijos: verlos crecer día a día, escuchar sus primeras palabras, presenciar cuando logran cosas que ni te imaginabas. Se va creando un vínculo muy fuerte con ellos y vas experimentando un amor incondicional, al menos de tu parte hacia ellos, y uno espera que sea mutuo, lo cual en muchos casos ocurre.

Hay emociones únicas que solamente siendo padre o madre de familia puedes sentir. A través de ellos ves que tu vida va teniendo un sentido, que aquellos esfuerzos que has hecho han valido la pena. Cuando ves que los hijos van logrando sus metas, que van escalando peldaños —ya sea que te cuenten que tienen nuevos amigos, que tienen novio o novia, o que ya lograron obtener un empleo—, la satisfacción es enorme.

También jugar con ellos, estar a su lado cuando se enferman y ver cómo van sanando son experiencias que producen una sensación de bienestar profundo.

Siempre comento que, si mi esposa y yo nos hubiéramos esperado a tener todo lo económico para tener hijas, seguiríamos sin tenerlas. Cuando me casé, nuestra situación no era la mejor, pero poco a poco fuimos mejorando. La realidad es que tener bajo tu responsabilidad a otro ser humano te obliga a buscar más opciones, a no quedarte en una zona de confort y a generar más recursos económicos.

Tu familia va creciendo cuando tienes hijos. Al tenerlos, se fortalecen los vínculos consanguíneos y, desde luego, crece tu círculo social. He logrado muchos grandes amigos a través de mis hijas, los papás de sus amigos o compañeros de salón.

Los hijos te obligan a seguir aprendiendo de la vida, a desarrollar tu sabiduría y a estar más atento a las cosas. Ellos mismos, con su actuar, hacen que crezcas como persona. Y, claro, también te sirven para repasar o aprender saberes académicos. Me acuerdo de que, para ayudar a mis hijas con cuestiones de su escuela, tenía que repasar conocimientos vistos hace años.

Encontré un dato interesante y contradictorio, generado por el Instituto Nacional de Salud (de USA) en coordinación con la Asociación Estadounidense de Personas Jubiladas: las personas que tienen hijos viven más, especialmente las mujeres, pero no forzosamente son más sanas. Las mujeres que no los tienen permanecen más saludables, pero viven menos. Curioso, ¿verdad? Lo que pasa es que las madres siempre tienen una red de apoyo a su alrededor que las cuida, anima y ve por ellas. Aun cuando tengan ciertas enfermedades, habrá quien esté atenta, y esto ayuda en la salud emocional, que es más importante que la física.

En México no hay estudios concluyentes que nos puedan servir de referencia, pero lo cierto es que los hijos y demás miembros de la familia —incluyendo nietos, en la mayoría de los casos— son una red de apoyo para los padres y madres de familia cuando enfrentan problemas de salud o emocionales. Además, son un reservorio biológico. Sí, hay que ser realista: en mi caso, he tenido la oportunidad de donarle sangre a mi mamá y a mi papá. También estuve dispuesto a darle un pedazo de hígado a mi mamá, pero ya no era candidata para recibirlo; su salud ya no permitía la operación.

Una vez me lastimé jugando con mis hijas. Bueno, en realidad fueron varias, pero hubo una que fue grave: tuve una fisura en el codo y me corté la espinilla una tarde en un parque. Dejé de manejar como dos meses y tuve incapacidad laboral de un mes. Y es que volvía a ser niño, recordaba mi infancia, me encantaba estar con ellas; me divertía más que incluso yendo con amigos. Han crecido, desde luego.

La paternidad y maternidad dan mucha fuerza, una energía increíble. Esto último está más que estudiado: tanto el poder físico como el emocional. Derrotar a una mamá cuando lucha por un hijo es prácticamente imposible; lo hemos visto con el caso de las mujeres buscadoras de hijos por desaparición forzada: han preferido desaparecerlas para que no sigan con su búsqueda. Y muchos papás siguen este ejemplo.

En la medida en que nos hemos vuelto una sociedad más individualista y egoísta, tal parece que ser responsable de un hijo es una carga: nos limita, nos quita dinero, tiempo y vida. Desde luego, encaminar una vida, apoyarla y encauzarla es invertirle. Pero, ¿cómo agradecerle a la vida todo lo que nos da?, ¿a Dios? Realmente es más lo que recibimos de los hijos que aquello que les damos.

Por otro lado, en los estudios que se hacen sobre la felicidad, se ha demostrado que quienes más felices son, son las personas que ayudan a los demás. La labor de ser papá o mamá es precisamente esa: apoyar a otro ser humano a crecer de manera incondicional.

Claro que también ser responsable de otra vida tiene sus consecuencias, como preocuparse, no dormir bien, angustiarse, tener que pedir favores, sentir dolor cuando el otro sufre. Pero cuando se ama, así es. ¿Qué mejor que vivir por un hijo? ¿O nos queremos condenar a no sentir un amor incondicional?

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