OPINIÓN

El día que tragarse un sapo fue más digno que pedir perdón

¿Qué tienen en común la humildad y la grandeza? Es muy posible que, ante esta pregunta, lo primero que surja no sea una respuesta, sino un absoluto silencio… seguido del sonido de un grillo. Aunque después de pensarlo digas: “¡Caramba! Pues ni idea… ¿de cuál fumaste?”. Pero cuando un incidente es provocado vez tras vez, semana tras semana, por un solo personaje —como ha sucedido con Fernández Noroña—, la reflexión se vuelve pertinente.

Partamos del análisis de la imagen pública de este personaje, que sin duda será recordado… con más afecto que el que los mexicanos le tenemos a Santa Anna o, mejor aún, a Carlos Salinas de Gortari. Y eso, eso ya es mucho decir.

Y ya que hablamos de dichos, en el sistema democrático bajo el cual nos regimos, se dice —aunque mejor sería decir: cuenta la leyenda— que los senadores rinden cuentas a los ciudadanos. Al fin y al cabo, somos nosotros quienes los elegimos y podemos removerlos en las próximas elecciones.

Sin embargo, hay una verdad innegable: Morena es el partido más poderoso del país. Y seamos sinceros, se han encargado de que así sea y de quedarse allí por mucho tiempo. Ya lo dijo el presidente del Senado recientemente en una entrevista presentada en ADN 40 respecto al futuro de Morena: según él, estarán por lo menos 40 años en el poder. Porque —agregó— doña Claudia tiene buenos números de aceptación. Así que, o Gerardo Fernández tiene dotes para adivinar el futuro o, lo más seguro, es que el estilo de gobierno que más les gusta es el vintage, porque 40 años en el poder… superarán Porfirio Díaz, hasta ahora.

Pero en el México de hoy, lo visto y oído hasta ahora nos habla de un sistema político que llega al poder para ejercer la revancha por los años en que muchos de sus partidarios tuvieron que esperar. Hoy que les ha llegado el turno, hay encono, sed de poder y mínima tolerancia para quien se interponga o incluso se atreva a criticarlos. En esta democracia mexicana donde se esperaría que los senadores rindieran cuentas al ciudadano, es este quien debe humillarse y entregarle hasta su dignidad en bandeja de plata. El ciudadano ha dejado de serlo para convertirse en un peón dentro de un ajedrez donde su único valor es ser el medio para llevarlos al poder.

¿No es así, Su Majestad Don Fernández Noroña?

Sin duda, las disculpas exigidas por el senadorcito despertaron el enfado de muchos, incluyendo a la prensa, que se desquitó sin la menor misericordia ante un hecho inusitado.

Sin embargo, hay algo que no se vio en esas disculpas obligadas que exigió Gerardo Fernández Noroña.

Desde la comunicación no verbal, vimos a un ciudadano con sentimientos contenidos, en un esfuerzo por mantener la cordura y dominar el arte de tragar sapos —y el que le tocó en turno era enorme, como el ego y el orgullo de quien lo solicitó—. En más de una ocasión tensó la mandíbula y apretó los labios para obligarse a decir lo que su guion dictaba: una disculpa pública forzada.

Sus manos, al terminar la humillación, tocaron la mesa con rapidez. Un gesto claro: “He cumplido lo acordado. Hasta aquí llegué”.

Mientras tanto, Fernández Noroña, en una clara falta de respeto, bebía su café como quien disfruta unas palomitas frente a una película que escribió, dirigió y protagoniza. Su aparente seriedad apenas lograba contener una sonrisa discreta, de esas que delatan orgullo, placer… y poder.

La disculpa que se le dirigía fue más que un acto institucional: fue un espectáculo. Un mensaje claro que mostraba, a todas luces, que en este gobierno —y mucho menos en el Senado— no hay lugar para la crítica ni para la libertad de expresión. Y lo veremos pronto en la nueva Ley de Telecomunicaciones.

Es pertinente señalar que esta situación revela muchas cosas sobre las debilidades y el talón de Aquiles de Gerardo Fernández. Su intolerancia es reflejo de su orgullo; su carácter rencoroso lo delata. Y no es crítica, es solo describir hechos. Hechos que una democracia no puede permitirse, a menos que esté en camino a convertirse en autoritarismo.

Y retomando la pregunta inicial:

¿Qué tienen en común la humildad y la grandeza? El perdón.

Una persona humilde o verdaderamente poderosa —no en estatura física, sino moral— es aquella capaz de perdonar incluso antes de recibir disculpas. No necesita testigos ni exponer al infractor al escarnio público. Porque el perdón dice más de quien lo otorga que de quien lo solicita.

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Genoveva Javier Pérez

Consultora y perito en comportamiento no verbal y psicología del testimonio, especialista en imagen pública. Con 20 años de traye...
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