OPINIÓN

Entre la cortesía diplomática y la tensión latente

La política es el arte de los equilibrios. Y en el escenario internacional, los gestos importan tanto como las palabras. En días recientes, la virtual presidenta electa de México, Claudia Sheinbaum, sostuvo una llamada con el expresidente estadounidense Donald Trump, un personaje que no necesita presentación y cuya retórica antimexicana ha sido, históricamente, uno de los pilares de su capital político.

Claudia Sheinbaum, científica, académica, representante de una izquierda con discurso progresista, está ahora en el centro de una nueva dinámica de poder. Si bien fue electa como heredera política de Andrés Manuel López Obrador, tendrá que marcar su propio estilo frente a actores internacionales, y pocos más complejos que Trump, quien se perfila con fuerza para recuperar la presidencia en 2025.

La pregunta de fondo es: ¿cómo puede Sheinbaum construir una relación con quien encarna abiertamente el racismo, el autoritarismo y la amenaza al vecino del sur? ¿Es posible mantener una relación institucional sin legitimar el discurso de odio?

La relación ha estado marcada este año por dos factores especialmente tensos: la crisis migratoria en la frontera sur de Estados Unidos y el creciente dominio del crimen organizado en vastas zonas de México. Mientras Washington exige resultados, México exige respeto. Pero en el fondo, ambos gobiernos están atados a una interdependencia que ninguno puede romper, aunque sí desgastar.

Por un lado, es entendible —y quizás necesario— mantener canales abiertos con todos los posibles actores del poder estadounidense, especialmente cuando uno de ellos puede ocupar nuevamente la Casa Blanca. Por otro, sería ingenuo pensar que se puede hablar con Trump sin que ese acto se cargue de simbolismo. Cada gesto hacia él, cada llamada, cada saludo, será interpretado por sus seguidores como una validación.

Aquí Sheinbaum tiene una oportunidad de demostrar su autonomía, no solo respecto a López Obrador, sino frente a figuras globales con una carga política explosiva. A diferencia de su antecesor, ella no puede jugar al equilibrista populista entre la izquierda nacionalista y la diplomacia pragmática. Tendrá que mostrar firmeza, claridad y un discurso coherente ante quien representa un peligro real para los migrantes, las relaciones comerciales y la dignidad del pueblo mexicano.

El reto es inmenso: no solo se trata de defender la soberanía nacional, sino de construir una relación madura, funcional y menos reactiva. México debe aprender a dejar de ser rehén del humor de Washington, pero también debe asumir con seriedad su papel como socio estratégico, no como víctima perpetua ni como adversario ideológico.

La historia ha demostrado que entre México y Estados Unidos no hay lugar para ingenuidades. Lo que sí hay —y debe haber— es espacio para una política exterior inteligente, firme, y sobre todo coherente. También nos ha enseñado que México no puede darse el lujo de improvisar su política exterior. Claudia Sheinbaum está llamada a redefinir el tono, los límites y las condiciones del diálogo con quien quiera que sea presidente del país vecino. Que esta llamada con Trump no sea el preludio de una complacencia, sino el inicio de una relación diplomática que, sin dejar de ser institucional, sepa poner límites donde hace falta.

Porque la dignidad no se negocia. Y porque el respeto no se agradece: se exige.

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