Si rondas los treinta años es muy posible que no te suene para nada el nombre de Lucas Castañeda ni el de Chaparrón Bonaparte, pero su frase que se volvió célebre en los ochenta, la recordarán quienes ya comienzan a sentir dolor no solo en las rodillas: "Oye, Chaparrón, ¿sabías que la gente sigue diciendo que tú y yo estamos locos?"
Lo que jamás imaginaron es lo profundo de esa frase en pleno siglo XXI y cómo nos ayudará a comprender un poco más sobre imagen pública y reputación.
Hace algunos fines de semana, durante mi caminata sabatina de medio día, una mujer salía visiblemente frustrada de una peluquería. Me abordó intempestivamente con teléfono en mano para preguntarme dónde se ubicaba la calle Fortuna Nacional. Le respondí que en esta colonia no encontraría ninguna calle con ese nombre, porque todas comienzan con la palabra "sindicato".
Mientras el peluquero contemplaba la escena, se quedó atónito igual que yo al ver su respuesta: "Entonces la persona que me dio la dirección me está mintiendo" -dijo irónicamente-, y levantó el teléfono mostrando de lejos la conversación de WhatsApp, como si pensara que tengo visión de scanner. "Yo soy del magisterio", señaló bastante alterada, "y me citaron a una reunión".
Con toda la calma de la que pude hacer uso, le respondí que he vivido toda mi vida en dicha colonia y nunca ha habido ni hay ninguna calle que lleve ese nombre. Furiosa, siguió adelante y volvió a hacer el mismo cuestionamiento a otra persona que caminaba por allí.
Intrigada, accedí a Google y en cuestión de segundos supe que la dichosa calle se encuentra en la colonia José Colomo. Ahí entendí dos cosas: primero, que la información estaba mal desde el origen; segundo, y más importante, que acababa de presenciar una clase magistral sobre cómo destruir la imagen de toda una institución en cinco minutos.
En el mundo de la imagen pública existe una regla de oro que esta maestra desconocía por completo: cuando alguien dice "soy del magisterio", automáticamente se convierte en la cara visible de todo ese sector. Y esta maestra, orgullosa de mencionar su afiliación sindical, estaba dando una clase magistral... de todo lo que está mal en la educación mexicana.
Para ella, todos los demás estábamos equivocados. Qué fácil hubiese sido revisar en su celular la ubicación, indagar un poco más o llamar al colega que organizaba el evento. Pero no. Prefirió acusar a otros de "mentirle" antes que reconocer un error tan básico como confundir dos colonias.
Esta actitud revela un problema más profundo: si una maestra no puede resolver algo tan elemental como ubicar una dirección, si carece de iniciativa para verificar información, si es incapaz de escuchar cuando alguien le ofrece ayuda, ¿cómo pretendemos que forme estudiantes críticos y resolutivos?
La triste realidad es que esta mujer no es la excepción. Representa a demasiados docentes que han convertido la soberbia en su principal herramienta pedagógica. Maestros que llegan al aula con la misma actitud: "yo tengo la razón, ustedes están equivocados, y punto".
Me pregunto si esa conducta evidenciada en la calle es exactamente la que muchos docentes llevan frente a sus alumnos. Un maestro sin iniciativa para resolver problemas básicos, sin capacidad de autocrítica, ¿qué clase de ejemplo y de estudiantes formará?
Más que preocuparme por saber si esta mujer encontró la calle —aunque si permaneció en la colonia equivocada la respuesta es obvia—, me preocupa profundamente que quienes están a cargo de formar a las nuevas generaciones de mexicanos no sepan resolver problemas básicos y mucho menos reconocer cuando están equivocados.
El magisterio mexicano arrastra una reputación manchada por décadas de corrupción, conformismo y mediocridad. Y maestros como esta mujer no hacen más que confirmar cada prejuicio, cada crítica, cada desconfianza que la sociedad tiene hacia el sector educativo.
La imagen es la reputación sostenida a través del tiempo, y cada interacción cuenta. Actitudes como esta no solo confirman prejuicios existentes, sino que los refuerzan con evidencia fresca y tangible.
Esta es la cruel realidad de la imagen pública: no importa cuántos maestros excelentes existan, una sola maestra arrogante en una esquina puede hacer más daño a la reputación del sector que cien programas de relaciones públicas. Porque las experiencias personales negativas se quedan grabadas en la memoria colectiva y se convierten en la narrativa dominante.
Por eso, en un mundo donde una maestra te acusa de no conocer el mensaje que le envían sin mostrártelo, donde tus argumentos son desechados porque no encajan en su discurso, más vale hacer lo que hacía Chaparrón Bonaparte: cuando le decían "Oye, Chaparrón, ¿sabías que la gente sigue diciendo que tú y yo estamos locos?", simplemente los ignoraba.
Porque al final, la locura no está en quien señala el problema, sino en quien se niega a verlo.
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