OPINIÓN

Estigmatización y deportación: el peligro de juzgar por apariencias

Recientemente, la administración del presidente Donald Trump ha llevado a cabo la deportación de 238 migrantes venezolanos, acusándolos de pertenecer al grupo criminal conocido como el Tren de Aragua. Esta acusación se ha basado, en gran medida, en la presencia de tatuajes en los deportados, lo que ha generado una profunda preocupación sobre la legitimidad de estas acciones y el riesgo de estigmatizar a individuos inocentes.

El Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos ha reconocido que identificó a algunos presuntos pandilleros a través de sus tatuajes. Sin embargo, familiares y abogados de los deportados han denunciado que muchos de ellos no tienen vínculos con organizaciones criminales y que fueron señalados injustamente debido a tatuajes comunes o publicaciones en redes sociales.

Un caso emblemático es el de Jerce Reyes Barrios, un futbolista venezolano de 36 años, deportado por su supuesta asociación con el Tren de Aragua. Reyes Barrios había ingresado legalmente a Estados Unidos en 2024 y solicitado asilo tras alegar persecución en Venezuela. A pesar de tener una audiencia programada para abril, fue deportado sin previo aviso, basándose en un tatuaje que representa el escudo del Real Madrid y una fotografía en la que hacía un gesto con las manos.

La administración Trump ha recurrido a la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 para llevar a cabo estas deportaciones, argumentando que los migrantes representaban una amenaza para la seguridad nacional. Esta medida ha sido criticada por expertos legales, quienes la consideran inconstitucional y peligrosa para los derechos civiles.

La utilización de tatuajes como prueba de afiliación criminal es una práctica peligrosa que puede conducir a la estigmatización y criminalización de personas inocentes. Los tatuajes son expresiones personales y culturales que no necesariamente indican vínculos con actividades ilícitas. Basar decisiones tan drásticas como la deportación en tales evidencias superficiales socava los principios de justicia y debido proceso. Vivimos en una era de avances tecnológicos, cambios culturales acelerados y una supuesta mentalidad más abierta e incluyente. Sin embargo, hay prejuicios que parecen resistirse al paso del tiempo, y uno de ellos es el estigma contra las personas tatuadas. A pesar de que los tatuajes han evolucionado de símbolos de rebeldía a expresiones artísticas y personales, aún hay quienes los asocian con criminalidad, irresponsabilidad o falta de profesionalismo.

Durante siglos, los tatuajes han sido utilizados con diversos propósitos en diferentes culturas. En algunas sociedades, eran un símbolo de estatus, valentía o espiritualidad, mientras que en otras se usaban para marcar a criminales y esclavos. En el siglo XX, los tatuajes fueron adoptados por grupos marginales, como pandillas y presos, reforzando la idea de que solo quienes estaban “al margen de la ley” los portaban.

Esta visión se arraigó profundamente en la sociedad, y aunque en la actualidad los tatuajes son cada vez más comunes y aceptados, el estigma persiste. En muchos entornos laborales, aún se exige a los empleados cubrir sus tatuajes para proyectar una imagen de "seriedad". En algunos países, las fuerzas policiales aún consideran los tatuajes como indicadores de pertenencia a bandas delictivas.

El problema de este prejuicio es que ignora la realidad: un tatuaje no define el carácter, la capacidad ni la moral de una persona. Asociar automáticamente un tatuaje con peligrosidad es tan absurdo como suponer que alguien que viste de traje es honesto o que quien lleva el cabello teñido de colores no es profesional.

La reciente deportación de migrantes venezolanos en EE.UU., basándose en la presencia de tatuajes para vincularlos con el crimen organizado, es un claro ejemplo de cómo estos estereotipos pueden tener consecuencias devastadoras. El prejuicio llevó a la expulsión de personas cuyo único "delito" fue llevar tinta en la piel. Si bien hemos avanzado en la normalización de los tatuajes, aún queda trabajo por hacer. La sociedad debe dejar de encasillar a las personas por su apariencia y empezar a evaluar a los individuos por sus acciones y valores. La aceptación no debe ser selectiva ni condicional: la libertad de expresión, incluida la corporal, debe respetarse sin etiquetas ni discriminación.

El siglo XXI nos ha dado la oportunidad de derribar barreras y estereotipos. Es momento de entender que un tatuaje es solo eso: tinta sobre la piel, no una sentencia sobre el carácter de quien lo porta.

Es imperativo que las autoridades estadounidenses revisen sus procedimientos de identificación y deportación para garantizar que no se violen los derechos de individuos inocentes. La lucha contra el crimen organizado no debe ser excusa para implementar políticas discriminatorias o basadas en prejuicios. La justicia y la equidad deben prevalecer en todas las acciones gubernamentales, evitando así injusticias que afectan la vida de personas que buscan un futuro mejor.

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Claudia Viveros Lorenzo

Conferencista Internacional y Catedrático Universitario. Autora de Los libros: “Migrar al Perú y no morir en el intento” y “Sin M...
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